
Esther Plaza Llorente – Presidente Asociación Madrileña Críticos de Arte
La Pintura trabaja con la mirada y la mirada brota a priori de un órgano sensitivo, el ojo, esos ojos que la naturaleza, consciente de su importancia, nos ha asignado por partida doble a los humanos para ayudarnos a indagar y dimensionar la vasta realidad del mundo para conseguir que podamos medrar en él. Pero la mirada germina y se construye también con otros órganos no menos sensitivos, el corazón y el cerebro, es con ellos con los que mirar se transforma en un ejercicio de relación imbricada entre opuestos indefectiblemente adheridos: fuera/dentro. La posición de adhesión de los autores que han transitado la Historia de la Pintura universal respecto del énfasis o ahínco que situaron en uno de los dos elementos de esta dualidad define su respectiva mirada que se articula, con toda clase de posiciones intermedias, entre la percepción y la ensoñación.
El trabajo de Amanda García Recellado pertenece manifiestamente a este último sentido de la mirada, se posa en el mundo escudriñando sus diversidades para regurgitarlo ensoñado luego en una obra personalísima que expone sin ambigüedad un onirismo activo.
Es esta una senda que puede rastrearse desde el simbolismo de la pintura paleolítica y que han frecuentado autores de las más distintas épocas: Bosco, Archimboldo, De Chirico, Chagall, por poner unos cuantos ejemplos nítidos. Porque la mirada ensoñada, interna, que aborda la Pintura se encuentra profundamente unida a nuestro cuestionamiento vital en el mundo. Nace del desasosiego que la autoconciencia, ese logro tantas veces celebrado, nos ha regalado como contrapartida a este obsequio adaptativo. Fueron los surrealistas quienes de manera resuelta aspiraron, armados con técnicas sicoanalíticas, a llevar el Arte a un terreno nuevo hasta entonces, al terreno del interior subconsciente, allí donde situamos fundamentalmente lo onírico, un arte basado en lo automático que reaccionaba frente a la desolación de la Gran Guerra, una transgresión, una vanguardia en suma.

Efectivamente la obra de Amanda destila unos cuantos elementos que evocan las razones sicoanalíticas que abrazó el surrealismo: mucho de transgresión activa, de lucha, varias piezas de esta exposición nos hablan de preparación para la lucha o directamente de contienda, fábricas de hoces, espadas y cuchillos, metales acechantes, como acechantes son también las fauces abiertas impúdicamente que permean muchos de sus dibujos. Dientes afilados en colmillos. Por todas partes, otra rutina surrealista, seres fragmentarios compuestos con apéndices múltiples hechos de objetos y huesos y carnes dispares que con frecuencia se derriten en su base, personajes-mosaico de levitaciones chagalianas en composiciones complejas de escenografía imposible que las más de las veces tiende en el propio acto de la representación principal de sus actores a la forma circular para enmarcarse en paisajes de perspectiva entre daliniana y metafísica al estilo de Chirico. Y ojos, esos órganos de la mirada, ojos que nos escrutan amenazantes.
Un horror vacui ponderado, no absoluto, construido sobre el dibujo, mucho, mucho dibujo, un dibujo impecable, con el color en su auxilio rellenando y marcando la fuerza de cada fragmento, pero un color modulado, matizado que quiere contribuir a dotar de realidad todos estos sueños y ensueños.
La facultad imaginativa en alianza con la pasión onírica, simbología que construye un pensamiento mágico genuino, en tanto delirante en tanto erótico que alude a relatos legendarios, narrativas que imbrican la potencia descriptiva sin merma de expresividad.
Si definimos un artista por su facultad para alimentarse de las imágenes del mundo y transfigurarlo libremente creando y dotando de significado piezas que nos interrogan sobre nuestro propio sentido, entonces habrá que concluir que Amanda, utilizando una mirada interna que necesita volcar fuera el temor de dentro, ese temor del humano contemporáneo que vive mares agitados preñados de fieros peces como los que ella pinta, no hace sino evidenciar que, a veces , demasiadas veces, resulta difícil recomponerse, rearmar las partes del cuerpo físico que el mundo nos ha descolocado. Decía Bachelard en su poética de la ensoñación que “…la página en blanco da derecho a soñar…” y es esta una máxima que Amanda ha adoptado con deleite, cada verdadero artista es un soñador que logra gratificación en el mundo de la fantasía que alumbra, como el niño, construye un cosmos distinto del real mostrándonos que, al fin y al cabo somos también monstruos contemporáneos habitando estelares islas particulares, personajes frágiles peregrinando universos convulsos.
El Arte se ubica, como la membrana celular, en el borde, en la orilla que nos separa del entorno, en el margen que da paso a lo ignoto, por ello quizá convenga dejarse seducir por una mirada ensoñada forjada en este esquivo límite pero con decidida voluntad de explorar sin ambages y con incontestable destreza para alumbrarnos, porque tal vez en esa libertad, en esa forja de sueños, apacigüemos el alma expulsando hacia fuera nuestra vulnerabilidad.
